La historia de las encomiendas que debían llegar a Malvinas y terminaron en un basural

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Un grupo de exconscriptos encomendados, bajo amenaza de «pena de muerte» si alguna vez revelaban lo sucedido, dejó en un basural de la localidad de Ensenada cientos de cartas con regalos destinados a animar a los soldados en Malvinas

Cientos de cartas, cadenitas, rosarios, chocolates y latas, parte de las encomiendas que familiares de combatientes habían entregado en el Regimiento 7 de Infantería de la ciudad de La Plata con la promesa de que serían llevadas a los soldados que luchaban en Malvinas, fueron abandonados aquel otoño de 1982 en un basural de la localidad de Ensenada, según relató a Télam un grupo de exconscriptos encomendados a ese operativo bajo amenaza de «pena de muerte» si alguna vez revelaban lo sucedido.

Sergio Regidor, Alfredo Marcelino, Daniel Laira, Ignacio Arauz, Darío Manzanares, Eduardo Piedrabuena, Jorge Cebrowski y Hugo Acuña -todos ellos clase ’63- formaban parte de la banda de música de esta emblemática guarnición de Ejército, la unidad que mayor cantidad de bajas sufrió durante la guerra, con 36 caídos y más de 150 heridos, y que fue protagonista heroica de la batalla más extensa y encarnizada del conflicto, la de Monte Longdon.

Por aquel entonces, el fervor por la defensa de la soberanía argentina sobre las islas que habían intentado irradiar desde el régimen había logrado calar en un sector significativo de la sociedad y los jóvenes que hacían en esa etapa la «colimba», como se llamaba al servicio obligatorio militar, no eran la excepción. Así fue que partieron hacia la guerra, con orgullo, los conscriptos clase ’62, mientras que los nacidos en el ’63 quedaron en el regimiento con la ilusión de algún día también tener ese honor.

«Todos los soldados y la mayoría de los oficiales y suboficiales emprendieron en abril el viaje hacia las islas. El Regimiento, entonces, quedó con la clase ’63 y los suboficiales de la banda se hicieron cargo de las compañías. En ese momento, la banda de música, como tal, quedó desarticulada», comienza el relato Regidor.

A medida que transcurrían los días y, luego, las semanas del conflicto, crecía la procesión de familiares de combatientes que se acercaban al infranqueable portón ubicado sobre la avenida 19, casi esquina 51, en busca de novedades y para entregar encomiendas que, según les habían dicho, llegarían a las islas a manos de sus hijos.

«Lo recuerdo perfecto; era un día de sol y nos reunieron para decirnos que íbamos a salir a hacer una operación, que iba a ser secreta y que ni siquiera a nuestros familiares podríamos contarles lo que íbamos a hacer», sostiene Regidor.

El hilo lo retoma Arauz: «Eran tres Unimog cargados con las encomiendas. En otro nos hicieron subir a nosotros», indica. Pero ese punto del relato tiene un capítulo previo, y es otro de los integrantes de la banda, Alfredo Marcelino, quien, al hacer memoria y sumar más piezas, cuenta que solo algunos de ellos habían sido convocados a cargar los paquetes a los camiones. Los otros no; los otros directamente se encontraron allí, en medio de las cajas, sin saber adónde iban ni a qué.

Así, al reconstruir la historia, señalan que un oficial había sido quien dio la orden de realizar ese operativo, bajo amenaza de muerte si rompían el silencio sobre lo sucedido. En tanto, el sargento primero Soria, suboficial a cargo en tiempos de la guerra en el Regimiento de Infantería Mecanizado 7 «Coronel Conde», había estado al frente del operativo.

«Cuando con los Unimog encaramos para el lado de Ensenada, yo me puse contento porque pensé que iríamos al puerto a cargar las encomiendas para que fueran a Malvinas. Pero no, después de andar un rato, no mucho, llegamos a un basural donde nos hicieron romper todos los paquetes. Me acuerdo que se me caían las lágrimas, de bronca, de impotencia», afirma Hugo Acuña en diálogo con Télam, mientras Sergio Regidor agrega: «Eran cajas relativamente chicas, rotuladas con los nombres de los soldados. Nos dijeron que había que sacar las cosas que había adentro y las fuimos separando».

Ignacio Arauz aporta detalles: «Todo lo que eran cadenitas, cruces y rosarios, teníamos que ponerlos en una bolsa grande, negra, como si fuesen hoy las de consorcio, mientras que las cartas nos las hacían poner en otra bolsa y el sargento nos decía que se las iban a dar a los soldados cuando volvieran. Todo lo demás (ropa, chocolates y pequeños objetos de recuerdo) se tiró en ese basural, igual que los envoltorios con los nombres. A las otras dos bolsas, la de las cadenitas y la de las cartas, todas mezcladas y sin identificar, nunca más las volvimos a ver

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